Hablar con Miriam Molina es recorrer casi dos décadas de una historia marcada por la falta de respuestas, la perseverancia y una convicción inquebrantable: cuando el Estado y el sistema no alcanzan, las familias se organizan. Así nació, hace 17 años, la Fundación ANIA, en un contexto muy distinto al actual. “No había redes, no había acceso a información como hoy. El diagnóstico tardaba muchísimo y en Tucumán no había tantos profesionales especializados en autismo”, recordó.
El punto de partida fue profundamente personal. El diagnóstico de Maximiliano, su hijo mayor, llegó luego de viajes, consultas y búsquedas interminables. “Primero fuimos a
Córdoba, después al
FLENI. Teníamos un diagnóstico, pero nadie te dice qué hacer después”, explicó. En ese momento, conceptos como tratamiento cognitivo-conductual o programas personalizados eran completamente ajenos. “Yo conocía fonoaudiólogos o psicólogos, pero no sabía que se trabajaba con planes específicos para cada niño”, relató.
A esa incertidumbre se sumaba una carga social difícil de sobrellevar. “Todavía se culpaba a las madres por el autismo de los hijos. Una ya carga culpa naturalmente, y que desde afuera te responsabilicen era muy duro”, confesó. La falta de información, mayormente disponible solo en inglés, hacía todo más complejo. Además, Maximiliano presentaba un cuadro severo, lo que implicaba que muchas puertas se cerraran: “Era difícil que lo quisieran tratar”.
Fue entonces cuando apareció una frase que marcaría un antes y un después. “Mi esposo me dijo: ‘si no hay un lugar para Maximiliano, lo vamos a crear’”, recordó. Aunque al principio la idea parecía imposible, ese fue el germen de la Fundación. Con un trabajo en equipo, charlas informativas y el contacto directo con otras familias, comenzaron a construir una red. “Así nos fuimos encontrando con otras mamás, llamando y visitando casa por casa, contando qué queríamos hacer: un lugar donde nuestros hijos pudieran recibir terapias”.
Con el tiempo, ANIA se transformó en mucho más que un espacio de contención. Miriam explicó con claridad los signos de alarma que pueden advertir a una familia: dificultades en el lenguaje, comunicación repetitiva, ausencia de juego simbólico, estereotipias, caminar en puntas de pie, aislamiento social. “No significa que un niño tenga autismo por una conducta aislada, pero sí son señales para consultar. El diagnóstico siempre lo hace un equipo interdisciplinario”, aclaró, hablando desde su rol de madre.
El crecimiento institucional fue constante. En 2010 se inauguró el Centro Educativo Terapéutico San Martín de Porres, y en 2013 comenzó a funcionar la escuela especial para niños con autismo. Sin embargo, pronto comprendieron que la infancia no era el único desafío. “Mi error fue pensar que ayudábamos solo a niños. Mi hijo creció. Hoy tiene 28 años y sigue dependiendo de nosotros”, expresó con honestidad.
De allí surge la pregunta más dolorosa que atraviesa a todas las familias: “¿Qué va a pasar cuando no estemos?”. Esa inquietud dio origen al proyecto más ambicioso de la Fundación: la construcción de un centro de día y una residencia para jóvenes y adultos con TEA en Yerba Buena. “No es un lugar de internación. Es un hogar. Ellos hacen sus actividades y vuelven a un lugar donde están cuidados y acompañados”, explicó.
La obra se levanta sobre un predio de aproximadamente 5000 metros cuadrados, con una construcción proyectada de unos 1200 metros. Incluye aulas taller, oficinas administrativas, consultorios, un zoom para 300 personas y, como eje central, la residencia. “Es la joya del proyecto”, afirmó Miriam, destacando también la importancia de espacios como un consultorio odontológico, fundamental para la salud integral de los chicos.
Actualmente, la obra está avanzada en un 70%, gracias al acompañamiento de empresas y donaciones, como la realizada por la firma
Weber. Sin embargo, aún queda un tramo clave: la colocación de los pisos. “Necesitamos cubrir unos 250 metros cuadrados solo en la residencia. Cada metro cuesta alrededor de 7000 pesos. Pensamos que, si 250 personas donan un metro cuadrado, podemos avanzar”, explicó.
La colaboración es simple: a través del alias
ANIA.MP, verificando que la cuenta corresponda a la Fundación Ayuda para Niños con Autismo. “No es para una persona física, es para la obra y para cumplir este sueño colectivo”, remarcó.
Sobre el cierre, Miriam agradeció el acompañamiento y la solidaridad. “Hemos trabajado muchas veces en silencio, pero siempre encontramos respuestas. El tucumano es solidario”, dijo. Hoy, la experiencia de ANIA es consultada desde otras provincias, aunque ella prefiere una explicación sencilla: “Nos paramos, fijamos objetivos concretos y somos un poco ciegos para cumplirlos”.
Todo tiene un único motor: “Lo hacemos pensando en nuestros hijos. En su presente y, sobre todo, en su futuro”, concluyó.
Ver solicitud de
Fundación ANIA.