En el plano fiscal, el Gobierno logró un superávit primario parcial, pero lo hizo a costa de recortes abruptos en subsidios, obra pública y programas sociales. El margen de ajuste se achica: las provincias resisten nuevas podas, y el Congreso presiona con iniciativas de alto costo. Además, parte del equilibrio se sostiene con capitalización de intereses, una práctica que difiere pagos pero agrava el pasivo futuro.
Del lado monetario, el desarme de las Letras Fiscales de Liquidez (LEFI) dejó a los bancos con exceso de pesos, lo que desplomó las tasas de interés y empujó el tipo de cambio. La reacción oficial —venta de Lecaps y suba de encajes— logró contener la corrida, pero generó una volatilidad extrema: tasas de caución que saltan del 10% al 68% en días, y adelantos bancarios que rozan el 86%.
Este entorno de tasas erráticas y liquidez desbordada entorpece el crédito, paraliza decisiones de inversión y acentúa la incertidumbre. El Banco Central intenta regular con instrumentos nuevos, pero aún sin nombre ni consenso técnico. La elección de controlar la cantidad de dinero como ancla monetaria, en lugar de la tasa o el tipo de cambio, exige precisión quirúrgica en un mercado poco profundo.
En conjunto, los desequilibrios fiscales y monetarios ponen en jaque la sostenibilidad del modelo. La estabilización inicial —basada en ajuste y apreciación cambiaria— enfrenta ahora su tramo más complejo: el que requiere consistencia intertemporal, credibilidad institucional y capacidad de absorción social.
La economía parece haber dejado atrás el caos, pero aún no encuentra el equilibrio. Y en ese tránsito, cada decisión técnica se convierte en una jugada política de alto riesgo.